El día que Vargas Llosa sembró de un puñetazo al Gabo

Coatzacoalcos, Ver.- Titanes en el realismo mágico hispanoamericano, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa protagonizarían hace 38 años un altercado violento, el puño del peruano sobre el rostro del autor de Cien Años de Soledad, y los improperios, la furia, la locura de los celos.

Durarían así el resto de sus vidas, separados por un supuesto intento de romance del Gabo con Patricia, la esposa de Vargas Llosa, o simplemente la intromisión del colombiano en los problemas conyugales de la pareja amiga.

Vívida, fresca, impensable omitirla, la anécdota fue llevada a las páginas del Excélsior de Julio Scherer, contra viento y marea, desafiando su director a los intercesores espontáneos que recomendaban no publicar la agresión o perderla en las páginas interiores de la edición del día siguiente.

Refiere el hecho Julio Scherer en su libro “La Terca Memoria, cuyo texto íntegro de reproduce a continuación:

En el doble cumpleaños de Gabriel García Márquez y Cien Años de Soledad, la vida del escritor fue recordada hasta la minucia. Ya nada nuevo podría decirse acerca del Gabo, pero existía recurso para eludirlo, Reinventó el idioma, una manera de reinventar el mundo, lo sabíamos todos, pero habría que releer su obra hasta repetir de memoria páginas enteras.

Inevitable en algunos medios surgió la fecha aciaga: el 12 de febrero de 1976, día del puñetazo de Vargas Llosa en el mentón del Gabriel García Márquez, su mejilla sangrante, su larga humillación, derribado sobre una alfombra de la Cámara nacional de la Industria Cinematográfica.

En el suplemento cultural de El Universal, Confabulario, el 14 de marzo pasado, Rafael Cardona se ocupó del suceso. Cuenta, en el centro del escándalo, que Vargas Llosa le dijo, con voz de jefe:

—Tú te encargas que esto no se publique.

—Mario, eso es imposible. Ven. Si quieres te pongo en el teléfono a Julio Scherer y se lo pides tú. Yo no me atrevo (María Idalia y yo trabajábamos en el diario y yo había pedido permiso para ser un efímero jefe de prensa en la malhadada función que presentaba Odisea en los Andes, la película de Covacevich).

“En medio del barullo salimos enfrente, a la calle de Sinaloa y Oaxaca, a un restaurante alemán con duendes de cerámica pintados como enanos de Walt Disney y lamparitas verdes en la entrada.

—Don Julio, mire, déjeme decirle –y le conté todo a gran velocidad.

—¿Y qué espera para escribirlo, don Rafael?

—Bueno, mire, aquí está Vargas Llosa y quiere decirle algo…

El célebre autor de Conversación en la Catedral empezó otra conversación. Conforme hablaba, su rostro se iba ensombreciendo. Apenas murmuraba un “bueno, Julio, sí, pero […] sí, no me digas”.

“En ese momento me percaté de algo sorprendente: por debajo de las axilas y a pesar del forro, el sudor había empapado su fina gamuza”.

—Sí, te devuelvo a Cardona, dijo Vargas Llosa.

Tomé la bocina de Vargas Llosa y la tapé con la mano.

—¿Qué pasó, Mario?

—Me jodió.

—¿Cómo?

—Me dijo: “Cuando no quiera que las cosas se publiquen, don Mario, no las haga en público”. Eso fue todo.

Esa noche del 12 de febrero, recibí muchas llamadas telefónicas. Excélsior no debía solazarse en suceso tan lamentable y, en todo caso, convenía desangrarlo en páginas interiores.

María Idalia firmó en primera plana, a tres columnas:

 

Mario Vargas Llosa derribó anoche de un puñetazo a Gabriel García Márquez. El resultado fue una mejilla sangrante y el ojo izquierdo morado. Todo ello mientras un grupo de periodistas esperaba la exhibición privada de Odisea de los Andes, en la Cámara Nacional de la Industria Cinematográfica.

No hubo explicación previa. Vargas Llosa hablaba en un salón privado con esta reportera, sobre su participación como guionista de la cinta. El autor de Cien Años de Soledad entró en el lugar y abrió los brazos con intención de saludar a nuestro interlocutor, que interrumpió su frase para lanzarle el golpe.

Hubo desconcierto en la Cámara Nacional de la Industria Cinematográfica (donde, por cierto, se había quemado el motor del proyector). Las personas que se encontraban en el salón veían incrédulas a un hombre tirado en el suelo, confundido con la alfombra y tapándose la cara con las manos. Era Gabriel García Márquez, que vestía pantalón color vino y chamarra de lana a cuadros rojos y negros. Vargas Llosa decía:

¡Cómo te atreves a querer abrazarme después de lo que hiciste a Patricia en Barcelona! ¡No quiero volver a saludarte siquiera, porque no es bien nacido aquel que trata como tú lo hiciste a la esposa de un amigo…! ¡Y sobre todo en la situación en que Patricia y yo nos encontrábamos en Barcelona!

García Márquez no respondió. Vargas Llosa decía al editor Guillermo Mendizábal: “¡Saquen de aquí a este majadero!” Y nuevamente al escritor: “Y ni siquiera le has dado disculpas todavía”.

García Márquez trató de iniciar un: “Pero escúchame…” Y fue sacado del sitio por algunas personas que se percataron del incidente.

 

Temí por mi relación con el Gabo y durante largo tiempo pensé que aún no llegaba a su entraña. Fue más y más afectuoso conmigo y de él conservo unas líneas: “Para Julio, con un abrazote del duodécimo hermano”. Llevo conmigo el beso que me dio al entregarme el primer premio que otorga “Nuevo Periodismo”, la fundación nacida de sus manos, en compañía de Lorenzo Zambrano.

El 12 de junio tuve una nueva reclamación del Gabo. Fue telefónica:

—¿Por qué no me avisaste de la muerte de Susana?

—La sepultamos sólo los que estuvimos con ella las últimas horas.

—Se va el disgusto, queda la tristeza desnuda. Yo habría hecho lo mismo.

Nunca se supo qué llevó a ciencia cierta a Vargas Llosa a agredir al Gabo. Varían las versiones: que si García Márquez pretendió seducir a Patricia; que si instigó para agravar los problemas conyugales; que si fue un arranque incontrolable de celos, como diría Mercedes Barcha, la esposa del colombiano; que si fue sólo un pretexto para culminar una rivalidad literaria y también ideológica, Gabo en el socialismo y el autor de La Ciudad y Los Perros en su viraje al capitalismo.

Dos días después del descontón, García Márquez pidió al fotógrafo mexicano de origen colombiano, Rodrigo Moya, que le tomara una gráfica del rostro, amoratado el ojo izquierdo. Quería dejar constancia del certero puñetazo, la ira descontrolada, el celo iracundo de Vargas Llosa. Y así quedó, registrado en miles de páginas de periódicos.

Crecería la rivalidad cuando en 1982 Gabriel García Márquez alcanzó el mayor reconocimiento mundial: el Premio Nobel de Literatura.

Vargas Llosa llegó a esa cita con el Nobel 28 años después, en 2010, en el ocaso de su carrera, sin más trascendencia que la alcanzada en los días en que el Gabo dominaba el realismo mágico.

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