García Márquez: imaginación infinita

* Los que leyeron “Cien años de soledad” y los que no  * La agresión de Vargas Llosa  * Peña Nieto y el zafarrancho en Veracruz  * Duarte ya cansó al Presidente  * Levantón a Chagra  * Comandante de SSP, tratante de personas  * La dama de hierro rebasa a Marcelo  * La China de uña larga  * El periodista se va decepcionado

Morirse tiene lo suyo. A Gabriel García Márquez lo citan muchos, pero son más los que lo elogian sin haber leído una de sus líneas; lo rememoran sin tener idea de sus cuentos, sus novelas, sus artículos o sus reportajes; lo exaltan sin saber que además de Cien Años de Soledad hay una obra monumental, decenas de libros, cientos de textos, miles de cuartillas, millones de ideas, expresadas con olor a tinta.

Tras el Macondo recreado ahí, pueblo mágico donde tejió una historia fantástica, descripción de la miseria, los deseos del hombre, retratos de lo absurdo, amores impuros, el incesto, el olvido por seis generaciones, hay otros espacios literarios quizá tanto o más enigmáticos: “La hojarasca”, “Crónica de una muerte anunciada”, “El otoño del patriarca”, “Los funerales de la Mamá Grande”, “El general en su laberinto”, “El amor en los tiempos del cólera” y quizá presente en muchos “El coronel no tiene quien le escriba”, porque lo vieron hecho película.

García Márquez fue un inventor. Hizo la reingeniería del español, pero más que en sus palabras y sus juegos verbales, en la construcción de nuevas formas de decir y de contar. Recreó la realidad a partir de imágenes cargadas de invención, pero una vez sumergidos en la lectura, atrapados por su encanto, lo inverosímil pudo hacerse cotidiano. Es el llamado realismo mágico.

Muerto siendo ya inmortal, parafraseando a Javier Aranda, Gabo ha desatado una vorágine de elogios, la exaltación de su obra, una avalancha de adjetivos, una revolución de citas que permiten reconocer la grandeza del colombiano.

“Muchos años después, frente al paredón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recodar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por el lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”, dice el célebre primer párrafo de “Cien años de soledad”. Y luego contaría las hazañas del militar que perdió 32 batallas.

Si Rulfo da vida a los fantasmas de Comala, y Pedro Páramo es el cacique mítico, García Márquez en “Cien años de soledad” se permite matar a Melquiades, el gitano, y poco después volverlo a la vida, hacerlo regresar a Macondo, estar con los Buendía y de nuevo verlo morir.

Ningún lector costumbrista, asiduo a la novela formal, halla lógica en la obra cumbre de García Márquez. Ahí se conjuga lo irreal con lo mágico, la superchería con la sensatez, los amores prohibidos, tías con sobrinos y sobrinas con tíos, niños con cola de cerdo, una profecía, la de Melquiades, que veía al primero de los Buendía, José Arcadio, atado a un árbol, y al último de ellos, el hijo de Mauricio Babilonia y Amaranta Úrsula Buendía, un bebé consumido por las hormigas, condenadas las seis generaciones a la soledad, al silencio, al olvido, a la muerte, a la tristeza. Macondo y el diluvio y finalmente Macondo destruido por un devastador huracán.

Cuando llegó el Nobel, en 1982, García Márquez estaba cierto que no se premiaba sólo “Cien años de soledad”. Había obra, y mucha, y monumental, significada toda por ese estilo que retrataba la miseria de los pueblos de América Latina, cada uno envuelto en su propia magia.

Tuvo Gabo la imaginación para concebir que en ese pueblo irreal llamado Macondo un día murió Mamá Grande, “a cuyos funerales vino el Sumo Pontífice”.

O el retrato aquel del improvisado dentista, el único en el pueblo que extraía muelas. “Un día de éstos”, se llama el cuento compendiado en Los funerales de la Mamá Grande. Describe un episodio de venganza popular, la ira de todos aliviada en un instante único.

Acude el alcalde al dentista sin título. Se topa con la reticencia del doctor. La vence con sutil amenaza. Si no lo atiende, le pega un tiro. Accede, pues, y se dispone a extirpar la muela que tantos dolores provoca. Sin anestesia, le dice el dentista. ¿Por qué? Tiene un absceso. Procede a la faena. La extrae en medio de brutal dolor. “Aquí nos paga veinte muertos, teniente”, apunta el dentista. Entre lágrimas, el alcalde logra ver la muela. Se sabe humillado, presa de la venganza popular. Pagó así una afrenta.

Contó García Márquez la angustiosa espera del coronel al que nunca llega la carta que valida su pensión, trama que entremezcla la miseria, los anhelos, el amor senil, la esperanza, el azar, la fe cifrada en un gallo de pelea que ha vencido a muchos y un hijo del que nunca se supo más en su aventura de enfrentar al gobierno.

Habló de los días perdidos y la vida secreta del general Simón Bolívar, el laberinto del libertador; tiempos de muerte y amor en medio de una epidemia de cólera; el relato de un náufrago que primero fue héroe nacional y luego, cuando él mismo reveló que no hubo tormenta sino un contrabando en un barco oficial, Colombia entera se sacudió, el periódico El Espectador fue clausurado y García Márquez tuvo que irse al exilio.

México no fue su segunda patria. Fue su patria distinta, decía. Tras vivir en Europa, llegó a tierras aztecas. Aquí produjo gran parte de su obra. Aquí desarrolló periodismo. Fue fundador de La Jornada; fue articulista de Proceso. Sus textos “Regreso a la guayaba”, “Náufragos en el espacio”, “La historia vista de espaldas”, “269 muertos”, “Inglaterra los ha hecho así”, por citar algunos de los cientos que escribió, recreaban historias sin ficción, aguda la pluma.

Le recriminan sus críticos su amistad con Fidel Castro, líder cubano, libertador de su pueblo y finalmente dictador. García Márquez negó siempre ser socialista, pero concebía al mundo ideal con las soluciones sociales, sin hambre, sin pobreza, con educación y salud.

Su rigor periodístico lo plasmó en “Relato de un náufrago”, “La aventura de Miguel Littín, clandestino en Chile”, “Noticias de un secuestro”.

Obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1982 y ese día rompió el protocolo. No vistió el tradicional frac negro; llevaba un liquiliqui de lino blanco, el traje de los coroneles de las guerras civiles; en sus manos una rosa amarilla y un discurso profundo: La soledad de América Latina.

Amigo de presidentes, de artistas —Shakira y Gabo se profesaban devoción—, hubo uno que hizo del agravio un episodio de escándalo: Mario Vargas Llosa. Intenso aquel momento, el 12 de febrero de 1976, en la Cámara Nacional de la Industria Cinematográfica, García Márquez se acercó, extendió los brazos, se dispuso a prodigarle un abrazo y recibió un certero puñetazo en el ojo izquierdo.

Reclamaba Vargas Llosa una supuesta majadería a Patricia, su esposa. García Márquez yacía en el suelo, cubierto el rostro con las manos, y el peruano lanzando improperios. Gabo intentó dar una explicación pero fue callado. Que se lleven a este majadero, ordenó Vargas Llosa. Había detrás problema conyugales y una intervención imprudente, acallada.

Consta la historia en las páginas de Excélsior y luego en la “Terca memoria” de Julio Scherer, incluido el fallido intento de Vargas Llosa por imponer la censura. “Cuando no quiera que las cosas se publiquen, don Mario, no las haga en público”, le dijo Scherer al autor de La Ciudad y los perros. Seis años después Gabo sería Premio Nobel de Literatura. Su antes amigo Vargas Llosa tardaría 28 años más en lograrlo.

Murió Gabriel García Márquez el 17 de abril pasado, a los 87 años, en la capital mexicana. Una parte de sus cenizas partió a Colombia; la otra permanecerá en México.

Más de 20 millones han leído “Cien años de soledad”, traducido a 40 idiomas; otros hablan de él con fervor, contagiados de su realismo mágico, aunque nunca antes hubieran seguido sus líneas, sus ideas, plasmadas con olor a tinta.

 

Archivo muerto

Ingobernable, Veracruz recibió a Enrique Peña Nieto entre gritos, reproches, demandas y protestas. Llegó el lunes 21. Conmemorábase el centenario de la defensa heroica del puerto de Veracruz frente a la invasión yanqui de 1914. A unas cuadras del evento, marchaban los maestros agrupados en el Movimiento Magisterial Popular Veracruzano. Se abrían paso y retaban. Llegaban hasta las líneas de la policía, conminados a no seguir. Insistían y eran replegados. Y de ahí, el enfrentamiento con palos, piedras y sillas, “la nueva defensa heróica del puerto”. Cuentan que de por sí Peña Nieto y Javier Duarte tienen su relación política con frialdad bajo cero y, como apunta el columnista Ricardo Alemán, pronto habrá una sacudida en Veracruz. 21 de abril, el principio del fin… Corrían los primeros días de abril. Frente al fastuoso palacete se detuvo el auto. Descendieron su conductor y el hijo. Anduvieron unos pasos y en eso los interceptó un comando. El chico ingresó al hogar; el padre tuvo su paseíto. “Te dejamos libre tres años. Ahora jalas o mañana paseamos al chico”. Y a la mañana siguiente —dicen sus allegados— entregó 2 millones de pesos. Horas después, otro comando de malosos repitió la escena. Un día mas tarde entregaría otros 2 millones. ¿Una pista? Su nombre empieza con R de Roberto y Ch de Chagra. Así que 4 millones pagados en menos de 24 horas. Eso es saber ahorrar… Se llama Fidencio Sedas Muñoz y es comandante de grupo en Seguridad Pública de Veracruz. Cesado, investigado, concentrado a Xalapa, supuestamente está siendo procesado por desaparición de personas en Las Choapas. Se le implica con las bandas dedicadas a la trata de personas, ciudadanos choapenses y migrantes centroamericanos. Su arresto ocurrió tras el hallazgo del cuerpo del periodista Gregorio Jiménez de la Cruz, reportero de Notisur, Liberal y La Red, en una fosa clandestina en la colonia J. Mario Rosado, el 11 de febrero. De ahí vendría la desaparición de ocho vecinos de Las Choapas, justo cuando la Agencia Veracruzana de Investigaciones arremetía contra gente inocente, en una oleada de terror sin precedente. Un día llegaron nuevos mandos de la SSP, destituyeron al personal, reubicaron al delegado regional y a Fidencio Sedas supuestamente lo consignaron para después someterlo a juicio. Ahora sólo falta que lo deje ir aparato de justicia duartista… Hábil, audaz, la “dama de hierro” decide, ordena, impone. Dueña de todo, apenas deja Víctor Rodríguez Gallegos la subdelegación administrativa de la Secretaría de Desarrollo Social federal en Veracruz, la señora asume funciones. Manda como si fuera Marcelo Montiel, el delegado estatal, azorados los empleados de la dependencia al ver las ínfulas de la “dama de hierro” y la concha de Víctor Rodríguez. ¿Sabrá Rosario Robles de pierna ahumada que ya hay delegada bis de Sedesol en Veracruz?… “Ahí viene La China”. Y La China llega a las tiendas departamentales con la uña desenvainada. La China recorre cada piso y cada sección. Va a Fábricas, a Sears, a Liverpool, y donde la ven provoca más alarma que un ninja trasnochado. Con habilidad extrema toma de todo, lo que esté a su alcance, lo que le quepa en el bolso, chácharas y baratijas. “Ahí viene La China”, dice el personal de seguridad y de inmediato le colocan sombra, deseando caerle con algo de valor, algo que valga la pena para remitirla a la autoridad. Lo suyo no es gusto por lo ajeno. Lo suyo se llama cleptomanía, pero a los suyos les importa nada su suerte. Y ella no se quiere curar. Cosas del jet-set… ¿Quién es ese periodista de la vieja guardia que de un momento a otro dejará, decepcionado, las filas del que ha sido su medio de comunicación por más de 30 años? Se va regateando una indemnización justa. Se va herido, acotado por no comulgar con las ideas políticas de su patrona. Se va convencido de que la industrialización del periodismo es rapaz. Se va irritado por la absurda condición, obviamente rechazada, de que no trabaje en otro medio de comunicación local…

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